Todo comenzó hace tres años, poco después de cumplir 58. Aquella mañana desperté con un dolor agudo en las rodillas, como si tuviera clavos dentro. "Seguro me excedí trabajando en la huerta ayer", pensé.
Pero el dolor no se iba.
Cada mañana se convirtió en un ritual agonizante: doblar lentamente las rodillas, agarrarme al marco de la cama y levantarme con mucho cuidado. Mi esposo Juan bromeaba: "Elena, eres como un auto viejo que necesita calentarse antes de arrancar".
Al principio lo atribuí a la edad. "¿Qué tanto? ¡Es normal que crujan las rodillas a nuestra edad!"
Pero poco a poco mi vida se llenó de limitaciones.
Dejé de tomar buses por miedo a no poder bajarme a tiempo. En el mercado pedía a los vendedores que me alcanzaran los productos de los estantes altos.
Cuando mi nieto Carlitos, la luz de mis ojos, me decía: "Abuelita, vamos al parque", yo respondía: "Otro día, mi amor". Me partía el alma ver su carita de decepción.
Lo peor era sentirme como una anciana decrépita, cuando por dentro seguía siendo la misma Elena que antes esquiaba en el Chacaltaya y bailaba hasta el amanecer en las fiestas.
Recuerdo el Día de la Madre cuando mis amigas se reunieron en casa de Rosario para celebrar. Todas bailaban huayños, mientras yo sonreía forzadamente desde mi silla, masajeándome las rodillas en silencio. Mi amiga Luisa me susurró: "Elena, ¿qué te pasa? ¡Tú siempre eras la primera en la pista!" Casi me echo a llorar.
El punto de quiebre llegó el año pasado.
Se me cayó un tarro de pepinillos en vinagre - nuestra receta familiar. Mis manos ya no respondían, los dedos parecían de palo. El tarro se rompió, el líquido se regó por todo el piso... y yo no podía agacharme a limpiar. Las rodillas no doblaban, la espalda dolía. Me senté en el suelo y lloré - no por los pepinillos, sino por mi impotencia.
Cuando Juan me encontró así, se asustó mucho.
Al día siguiente me llevó casi a rastras al médico. La doctora - una jovencita - vio mis radiografías y dijo: "Artrosis grado 2 en rodillas y caderas. ¿Qué espera a su edad?" Me recetó pastillas que me causaron acidez y náuseas, pero el dolor seguía igual.
Empecé a usar bastón - como una verdadera anciana. Hasta la señora de la tienda comenzó a llamarme "abuelita" - ¡qué rabia me daba!
Un día, sentada en el banco de la plaza, hablé con doña Susana, mi vecina. Su hijo es corredor de maratones. Ella me dijo: "Doña Elena, pruebe este gel FIX&FLEX, mi hijo lo usa después de correr". Yo me reí: "¡Qué va a servir un simple gel! Los doctores dicen que esto es por la edad".
Pero el dolor no pregunta si crees o no.
Compré el gel - total, nada que perder. La primera semana no sentí diferencia. Seguí usándolo solo porque Juan insistía: "Elena, dale al menos dos semanas".
Y al décimo día... ¡pude levantarme de la cama normalmente! Sin ese horrible ritual matutino. Pensé: "Debe ser casualidad". Pero al día siguiente igual. Y al mes ocurrió el milagro:
Pude:
– Subir las escaleras hasta el tercer piso donde vive Rosario sin parar (antes descansaba en cada rellano)
– Cargar a Carlitos en brazos y hasta hacerlo girar (¡se reía tanto!)
– Trabajar en mi huerta - claro, luego descansaba dos días, ¡pero era un gran avance!
Ahora tengo 61. No voy a mentir - a veces aún siento crujidos, especialmente si me excedo.
¡Pero he vuelto a VIVIR!
El mes pasado fui con mis amigas de excursión a Copacabana - todo el día caminando, ¡y sin problemas! Ayer Juan bromeó: "¿Vieja, por qué no vas a nadar a la piscina municipal?" ¡Y saben qué? ¡Lo estoy considerando seriamente! Con mis "avanzados" 61 años.
Ahora les digo a todas en la plaza: no hay que "protegerse" hasta quedarse inmóvil. Hay que buscar lo que te ayude a seguir siendo tú misma.
Puedo jugar con mi nieto, bailar en las fiestas y hasta correr tras el micro (aunque Juan me regaña). Lo importante es que ya no me siento una anciana inútil. Y eso, créanme, no tiene precio.
Si usted también tiene problemas con las articulaciones, simplemente pruebe el gel FIX&FLEX.
Suya, Elena Flores